domingo, septiembre 09, 2007

Desde la banca

Para los de quinto era distinto. Nos jugábamos otras cosas. No sólo el título, la final o el respeto de los más chicos. Los cuarenta minutos de ese viernes, nos estábamos jugando el recuerdo y la sensación con la que tienes que convivir, cuando sabes que el siguiente, será el último partido que vivirás con tu equipo. Para Gonzalo, ya era un torneo especial. La copa de la facultad, había nacido de sus propias ganas y caprichos. Tres años atrás participó en un fondo concursable y ganó. Y de pasó, dejó una pequeña tradición. Gonzalo era la clase de tipo al que le gustaba ser conocido. Varias veces me prometió que en algún punto de nuestras vidas, cuando entráramos al Liguria, los garzones nos preguntarían si queríamos lo mismo de siempre. Y nosotros diríamos que sí. Que un Barbancourt con Coca-Cola y un Pollo al pil pil. Gonzalo quería que lo recordaran, pero a esa altura lo único que lo diferenciaba de nosotros, o del resto de la facultad, era ese pololeo que parecía que nunca iba a terminar. Pero Gonzalo inventó la Copa Cachito Ortiz. Y sin quererlo, nos regaló la última oportunidad de hacer algo grande en la universidad.

El baby-fútbol universitario no es un deporte lógico. Para anotar, te tienes que saber defender. Puedes atacar todo el partido, desbordar por las orillas y tomar el medio. Puedes tener cinco tipos increíblemente hábiles, con físico privilegiado y pasado de inferiores. Y aún así puedes perder. Por el dato antojadizo de que esto se gana con goles y la regla que lo cruza todo: el baby-fútbol no es algo racional. Porque para ganar, hay que saber depender del otro. Y en el mundo exterior al menos, esa es una apuesta demasiado arriesgada. La belleza del baby, no está en usar camisetas iguales a otros cuatro tipos en una multicancha. Ni siquiera, en el jodido espectáculo de gritar un gol en un partido que sabes que está demasiado cerrado. La belleza del baby está en ese impulso que te lleva a tirarte al suelo, trancar y correr, por un deseo que sólo tú y tu equipo pueden ver. A saber que la sangre, las cicatrices y los tobillos esquinzados, no son más que anécdotas por las que no puedes alegar. Porque sabes que el tipo que está al lado, habría hecho exactamente lo mismo en tu lugar. Esas eran nuestras certezas.

Habíamos jugado cinco años juntos. Cada uno, con su historia particular. Felipe en la cancha era exactamente igual a como era en la vida. Un obrero. Había nacido muy chico, muy tieso y en el país equivocado. Para siquiera pensar en jugar, Felipe tenía que olvidarse de todas las cosas que la vida no le había dado y concentrarse en el hecho de dentro de la cancha a nadie le importaba que nunca hubiera crecido sobre el metro setenta. Para pararse en la cancha, Felipe tenía que pelear. Y después de algunos años, lo había aprendido a hacer bien. Por eso es que siempre me divertía escucharlo, cuando pedía ser más alto. Si Felipe hubiera medido un poco más, habría sido la mitad del hombre que era.

Una vez que egresas, las certezas se acaban. Pierdes la rutina, el rigor y la sensación de que lo que estás haciendo, te servirá algún día para acceder a algo mejor. El vacío del egreso, es una suerte de purgatorio que debes pagar, por haber estudiado una carrera como periodismo. Y en eso estábamos. Aguantando y tratando de hacerlo de la mejor manera posible. A veces nos juntábamos a hablar sobre fútbol. Sobre los últimos partidos que podríamos jugar mientras estuviéramos en la universidad. Para los de quinto, la Cachito Ortiz era un evento. El último que tendríamos. Uno de esos viernes, o tal vez fue un sábado, Felipe me lo dijo.
-Esta huevá la ganamos. No podemos irnos sin ganar algo.
Al lado estaba Pancho. Amigo, arquero y posiblemente la mejor historia dentro del equipo. El deporte universitario no es un espectáculo de talento y facilidad. Si seguiste estudiando, probablemente eras mejor fuera de la cancha que dentro de ella. Pero sí es una lucha contra las carencias y temores que cada competidor pueda tener. Si Felipe lo hacía contra su estatura y yo contra mis propios miedos de aprender a pelear como hombre, Pancho lo hacía antes contra su peso. Ahora en cambio, lo hacía para afirmarse. Después de cinco años de periodismo, Pancho estaba bastante seguro de que eso no era lo suyo. Tal vez se había equivocado. Pero en la cancha, seguía sin sentir esos errores. Porque sabía que cuando se trataba de evitar que una pelota entrara a un arco, él era la clase de tipo que querías en tu equipo. Prevenir goles se había convertido en un acto de sentido para él. Y eso, cuando estás en el purgatorio, puede ser lo suficiente como para no volverse loco.

Esa noche, mientras tomaba cervezas y ellos miraban, empezamos a armar el equipo. Uniríamos a cinco tipos de cuarto para reforzarnos. Guatón Vallejos, el gordo más flaco que he conocido, Ricardo, Tomás y Pablo. También volvía Pini, el tipo más talentoso con el que alguna vez tuve la suerte de jugar. Era chico, flaco y pálido. Pero si jugabas de defensa, Pini era de esos delanteros con los que esperabas nunca tener que enfrentarte. Pini te humillaba. Tenía todo un catálogo de gambetas y enganches para hacerlo. Esperaba a que fueras a buscarlo y antes de que te dieras cuenta, ya ibas un gol abajo. Con los años, Pini había aprendido a endurecerse. A saber cómo recibir patadas y forzar penales. Cómo ocupar su velocidad para desmarcarse de una marca mañosa y a entender que si se esforzaba la suficiente, los goles siempre le iban a salir. El problema de Pini, era que su cuerpo no lo acompañaba. No importaba qué tanto se cuidara, los tobillos o las rodillas, en algún minuto le iban a fallar. Por eso, tuvo que dejarnos hace un año. Nadie tuvo el corazón para reprochárselo.

El único que estaba en duda era Gonzalo. A todo el mundo le llega un minuto en su vida donde duda. En que se detiene a pensar en si efectivamente, ha tomado las decisiones correctas. Para Gonzalo, eso ocurrió durante el verano. No fue solamente que perdiera a su novia de tres años. En la vida, al igual que con los tragos, lo que mata son las mezclas. Mientras perdía la última llamada del día y la necesidad adictiva de peregrinar los veinte minutos hasta la casa de Camila, Gonzalo se vio sin pega. Veía a Felipe en el noticiario y me podía leer a mí de vez en cuando. Pero durante todo el verano, tuvo que aprender a convivir con el silencio de una casa desocupada y la rutina apremiante que te entrega la libertad. Gonzalo tuvo que aguantar, hasta que las temporadas cambiaron. Ahora trabajaba en televisión y cada día se despertaba con una lista de certezas y responsabilidades que nosotros ni soñábamos. Gonzalo estaba en duda, no porque no quisiera. Si no que porque su horario no se lo permitía. Pero esta era su Copa. Lo único suyo que había trascendido en la facultad. Se iba a necesitar más que un trabajo, para obligarlo a perdérsela.

Debutamos un martes y ganamos. Obtuvimos nuestro paso a semifinales, siete días más tarde. Antes del partido, mientras estábamos en el camarín, el ambiente siempre era distendido. Hablábamos de todas esas cosas tangenciales al fútbol, y que a la larga, lo hacen mucho mejor como deporte. Como las minas y los carretes por ejemplo. Todo era medio en broma y medio en serio. En eso estábamos cuando se lo dije a Felipe.
-Si ganamos, hay que llorar huevón.
-¿Y si perdemos?
-También.
-No vamos a perder, huevón.
Todo el equipo asintió.
-Además, los hombres no lloran, siguió. ¿Nunca escuchaste a The Cure? Boys don’t cry.
Jugábamos de negro. Pero esa mañana en particular, éramos un equipo en luto. El hermano de Guatón Vallejos había muerto el día anterior. Un tipo joven de unos treinta y tantos, que por esos caprichos de la vida, tuvo que partir antes. Nadie lo esperaba, pero minutos antes del partido, Guatón estuvo ahí. Se sentó en el camarín y masticó la pena en silencio. El baby-fútbol no es un deporte lógico. Nadie podría ir a jugar, con el peso de un hermano recién fallecido. Pero como Guatón ya sabía, esto nunca se trató de diez hombres tratando de perseguir una pelota. Se trata de la entrega y sensación de perseguir algo, que sólo tú y tu equipo pueden ver. Ese día, a pesar de todas las dudas y penas que Guatón pudo sentir, tuvo el corazón suficiente para aparecerse en ese camarín. Y al igual que todos nosotros, persiguió ese jodido y puto deseo por cuarenta minutos. Sin alegar y sin reprochar. Por eso cuando ganamos, Gonzalo se atrevió a decir lo que probablemente todos estábamos pensando.
-Esta es para ti Guatón.
Y Vallejos tuvo que morderse el labio, para poder aguantar el llanto. No lo vimos para la final. Nadie dijo nada. Sabíamos que después de ese día, probablemente no le quedaba nada adentro.

Perdimos la final un viernes. El partido fue a las 12. La misma hora en la que Bielsa hacía su estreno en la selección frente a Suiza. Chile cayó 2-1 y nosotros 5-4. Varias horas después, mientras pasábamos las penas en un bar, Pancho lo puso mejor que nadie.
-Está bien, perdimos. Pero nadie puede decir que no nos fuimos peleando.
La vida y el deporte se pierden y ganan por centímetros. Un paso más o un paso menos, hacen la diferencia entre un primer y un segundo lugar. Ese día perdimos por centímetros. Por una pelota que no quiso entrar y otra que caprichosamente golpeó el palo. Perdimos y eso dolía. Porque era el último partido que jugábamos como equipo y la primera vez que llegábamos a una final. Pero ya lo dijimos. El baby-fútbol no es una cosa racional. Nada en esta mundo podría haber echo que cuatro tipos de quinto lloraran. Pero un gol menos en una final, fue más que suficiente para lograrlo.


Después del partido fui el último en llegar al camarín. Me senté y vi cómo cada uno de mis compañeros se miraba en el espejo antes de irse. Lo hacían, con el tipo de mirada que tiene un tipo, que acaba de morir un poco. Que se acaba de desprender de algo, que nunca más podrá recuperar.

Al final me quedé solo. Sentado en la banca y mirando a la gente. Pensando en estos últimos cinco años y en por qué no había jugado. Porque puedes ser el tipo más malo y tronco de tu equipo, pero si piensas que no lo puedes ayudar, que estando en la cancha no tienes nada que ofrecerles, entonces nunca fuiste parte del grupo. Y ahí, mientras guardaba mis cosas, supe que tendría que convivir con la pena de no haber podido demostrarles, la clase de hombre en el que me había convertido.

miércoles, agosto 23, 2006

El Mago Cojo

Vivió como un semidiós y murió como un indigente. Gracias al fútbol, el mundo supo de un chico con nombre de pájaro, que a pesar de sus limitaciones, llegó a ganarlo todo. Menos a él mismo. Esta es la historia de un crack, que logró que todo Brazil llorara frente a su ataúd, en el mismísimo Estadio Maracaná.

Cuando los once de la otra mitad no son capaces de botarte, sientes que la cancha te queda chica. A Garrincha nadie le quitó la pelota. Nadie supo. Nadie pudo. Antes de Nike, antes de las Total 90. Antes de la parafernalia. Antes de que el “jogo bonito” fuera una excusa para no marcar, Garrincha llevaba la pelotita. Un paso adelante y siempre amagando. Un toque al centro. El enganche hacia fuera. Todos cayeron. Uno a uno. Soviéticos y franceses. Los suecos en Goteborg. El técnico Feola en la banca.

Pero Garrincha también cayó. No pudo con las faldas ni con el trago y se desplomó un 20 de enero. Era 1983. Manoel Francisco dos Santos tenía 49 años, tres esposas, 13 hijos, 2 copas del mundo, problemas con Hacienda y su humanidad pasada de peso, sobre el concreto caliente de Rio.

Mané Garrincha era un jugador que avergonzaba a los centrales que salían a cortarlo. Los enfrentaba con displicencia. Los encaraba con desprecio. Se movía por la derecha. Giraba. Engañaba con pasos en falso. Aprendió a humillar al del frente y hacer que el público se riera de lo perfecto. Garrincha era un humorista que se tomaba venganza del mundo, por haberle recordado sus defectos. De los seis centímetros que le sacaba su pierna izquierda a su pierna derecha. De sus extremidades torcidas y la columna desviada. De todos los técnicos que no lo dejaron jugar.

Tuvo que gambetear. Esquivó las patadas en las favelas y el orgullo de Gentil Cardoso, en un entrenamiento de Botafogo. Tuvo que ser Garrincha, el pájaro más feo e inútil de Mato Grosso. El que hizo 232 goles y perdió sólo un partido con la verde amarelha. El que sacó los centros para Vavá. El que fue invencible con Pelé.

Por algo lo llamaron “La alegría del pueblo”. Con cada finta, con cada desborde, demostraba que un tipo flacuchento, de piernas chuecas y nacido en un país subdesarrollado, podía burlarse del mundo. Sólo necesitaba una pelota y alguien que quisiera detenerlo.

En Suecia el camarín pidió su nombre. En Chile se preguntaron, si podía ser éste su planeta. Fue el mejor jugador del mundo el ’62 y 21 años más tarde, el ser más débil sobre la tierra. Garrincha fue hombre. Tal vez demasiado. Porque fuera de la cancha, no había gambeta que pudiera hacerle el quite al destino. Los hombres que desafían las limitaciones de la vida y triunfan temprano, están condenados al aburrimiento. Y a las muertes más duras.

Cuando los once de la otra mitad no son capaces de botarte, sientes que la cancha te queda chica. A los 49 años, Garrincha lo había ganado todo y a todos. Menos a su propio mito. Pero no fue la cancha la que le quedó chica. Fue la misma puta vida.